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25 febrero 2013 1 25 /02 /febrero /2013 01:34

Viajo constantemente. Motivo: cazar detalles y contarles después a los amigos. Nunca he fallado hasta hoy, todo lo contrario, quienes esperan con ansias mi retorno dicen que es la única forma de hacer del invierno en el que uno vive, un momento agradable.

Esta vez tengo como destino a Ciudad. Hace mucho tiempo me había propuesto viajar a un lugar anónimo, donde pueda transitar por calles y plazas, hablar con todo el mundo, comprender su forma de vivir y morir, sin miedo a ser descubierto ni a encontrarme con alguien que me extiende la mano para saludarme, o muestra una sonrisa forzada, un lugar que de por sí, permita hacer mi oficio de cazador de detalles en total y absoluto silencio, y Ciudad cumple sin duda alguna esa expectativa. Primero, porque muy pocas personas la eligen como destino, casi todo el mundo prefiere lugares comunes, con evidentes atractivos turísticos: Nueva York por ejemplo, Tokio, o Buenos Aires. Ciudad en cambio, es un lugar seco, apagado, sin flores ni sombras de árboles, ni nada de lo que el común de gente quiere encontrar en un lugar cualquiera, y segundo, porque necesito innovar contextos, formas de vida, miradas y rostros anclados en muecas de aspectos sombríos.

El vuelo sale a las once y veinte, pero he llegado al aeropuerto tres horas antes. Estoy aquí, frente a la puerta principal. En realidad, no sé por qué me he detenido. Miro hacia el lado derecho y veo que mi rostro aparece en los cristales del edificio, tengo los pómulos más pálidos y endebles que en los últimos días, el entrecejo marchito, igual que los ojos y parte de las comisuras de la boca; de todos modos me reconozco, digo: ese soy yo, y arreglo el mechón de cabello que aparece caído sobre mi frente. No sé por qué de ahí, siento un poco de orgullo, aunque claro, esto no puedo contarle a nadie; además que todo el mundo aquí, entra y sale como en su propia burbuja, y resulta imposible que alguien se detenga a escucharme. Permanezco de pie frente a los cristales durante algunos minutos más. Luego, entro en el edificio y digo con entusiasmo: voy a Ciudad.

No llevo gran cosa en mi maleta, un blog de papel en blanco, dos bolígrafos de tinta negra, y excepto de algunos útiles personales, ninguna otra cosa de mayor importancia, así que prefiero llevarla como equipaje de mano, se pierde menos tiempo. El aeropuerto, como  otras dependencias que conozco, es el lugar por excelencia donde las gestiones y los aguardos inútiles emergen de por sí y hasta de la nada. Por eso, cada vez que puedo evitar ciertas cosas como, no encomendar la maleta lo hago con gusto, y me contenta además. El control migratorio, por otro lado, es para cualquier persona el punto más tedioso y generalmente absurdo, puede uno pasar horas esperando ser atendido, o desatendido en la mayoría de los casos. Sin embargo esta vez, apenas si veo algunas personas frente a cada taquilla, y el ambiente burocrático de por sí se ve agradable, salpicado de cuando en cuando por una que otra sonrisa rasgada de los empleados. Todo esto me hace muy extraño, pero igual espero mi turno detrás de una mujer que me pregunta no sé qué cosa, cuando me siente cerca a sus espaldas; es de aspecto foráneo, bastante sencilla al parecer. Me doy cuenta que lleva una maleta negra en la mano izquierda, igual que la mía, y en la otra, un pequeño bolso de tela. Hago como si le estuviera siguiendo en todo lo que dice, para no dejarla impresionada con mi desinterés, sonríe y acompaño también su sonrisa, aunque con desgano. Le llega el turno de pasar, y es cuando por fin escucho que me dice: bueno, ahí nos vemos. ¿Qué será lo que ha entendido esta mujer de mi silencio? No lo sé, de cualquier manera, me hace bien y hasta cierto punto feliz, esas tres últimas palabras: ahí nos vemos.

Pero así como ocurre en el canon de las telenovelas, la dicha no llega sino es lindada de la contrariedad. Un policía con cara de niño malo se acerca en eso y me dice: ¡usted, venga por aquí! señalándome con el dedo, ¡dejé la maleta en la bandeja! Luego toma cierta distancia, me mira de pie a cabeza: quítese la casaca, ordena. No me hago problemas, cumplo sus órdenes bajo la letra. Los zapatos también y deje todo eso en la bandeja, insiste luego. Hace que mira a otro lado, y cuando vuelve los ojos, acentuando el tono, me reprocha: la correa que lleva puesta y el teléfono también le dije. Mientras obedezco sus últimas órdenes, escucho que agrega: ahora, acompáñeme por aquí.

En una oficina pequeña, de paredes blancas con ventanas enormes que llevan de por sí, la mirada a la pista de aterrizaje, él se acomoda sobre el sillón oscuro que tiene detrás de un escritorio de madera color de la noche, y espera un momento, probablemente hasta que el sillón le garantice la comodidad que necesita para dar inicio a su interrogatorio. ¿A dónde dice que va? Cruza la pierna derecha, reclinándose en el respaldar del asiento. Continúa: ¿qué vas hacer allá? Intento decir la verdad, sin embargo pienso que no lo tomará serio, ya que en su concepto nadie, ni cuerdo ni loco viaja tan lejos para cazar detalles, invento entonces la mentira más común y la más estúpida a la vez: voy de visita, tengo a un pariente cercano. ¿Un pariente en Ciudad?, me interrumpe y dibuja en su boca una sonrisa forzada. Como tardo algunos segundos en articular la explicación, insiste: ¿por qué no dice la verdad? Con los dedos tamborilea el escritorio, se mira las uñas, trata de sacar la mugre que lleva acumulada de unas con las otras. Endereza el volumen de su cuerpo, acerca los ojos de cerdo a mi cara y como quien pretende contar un secreto, cambiando el tono de voz, me dice: ¿quién financia este viaje? Luego, ante mi silencio toma el lápiz que tiene en el escritorio, hace que le chupa la punta mientras mira por la ventana a la pista de aterrizaje, ¿acaso tiene algo que no puede contar, ciudadano?, dice. Saca de entre la gaveta una hoja de papel, usted ha salido del país en este año diez veces, y si se da cuenta apenas vamos en el sexto mes, ¿cómo hace? Ahora tiene el vuelo de las 11:20 que va a Ciudad, pero aún no sabe decirme a qué va usted a Ciudad.

Finalmente, parece haber agotado sus ansias de saber por qué viajo tanto, pero sobre todo por qué voy a Ciudad esta vez, y dice en tono desafiante: tenga cuidado, mire que aquí todo se sabe.

Regreso por mis prendas empuñándome el pantalón en la cintura, pues en estos días como dije, ando un poco más flaco que antes, y vaya sorpresa, la maleta está abierta, los utensilios dispersos. A la mujer que se encuentra ahí le pregunto por aquel desorden. Ahí están sus pertenencias, me dice, recójalas. Como no es mucho lo que llevo, me doy cuenta que faltan dos CD de música que siempre los llevo a todas partes. Por los CD, tiene que pasar a la oficina del frente para que la revisen, me explica de mala gana. Pero es música, le digo. Por eso mismo, levanta la voz ¿yo cómo le creo que es música?, tenemos que revisarlo, esas son las normas.

 En este caso, a uno sólo le queda sacar la cuenta: dos DC, o un pasaje de avión. Y supongo que ellos sacan la misma cuenta. En fin, cuando ya despega la nave y me veo sentado en la butaca, digo con aires de triunfalismo: al fin. Y cuatro horas después, tocamos tierra.

A decir verdad, no ha sido el vuelo más apacible que haya tenido en mi vida. A una hora y media de haber partido, la nave empezó a temblar, primero como algo sin importancia, lo que suele ocurrir siempre en el aire; luego, un poco más fuerte, ladeándose hacia un lado, después hacia el otro, mientras una ráfaga de hielo se estrellaba contras las ventanas, y la nave parecía penetrar en una montaña, que no era otra cosa sino cúmulos de nubes negras. Había perdido peso y estabilidad, o al menos, esa era la percepción que yo tenía desde adentro. Los mejor acomodados de la cabina preferencial, entonces volvían sus miradas trémulas hacia la cabina de los menos favorecidos y nosotros hacíamos lo mismo, como una manera simple de correspondernos. Las azafatas, empezaron a caminar de aquí para allá, de allá para acá, preguntando a todo el mundo: señor ¿quiere tomar algo?, en medio de una sonrisa fingida y procurando esconder su nerviosismo bajo la ropa que cubre sus esbeltas figuras: café, ron, whisky, coca cola… Hasta que después, se escuchó lo que nadie quería escuchar: “aviso al pasajero, aquí su capitán, señores pasajeros, para informarles que estamos frente a una fuerte turbulencia, se les indica por favor conservar la calma, sus asientos deben estar en forma vertical y los cinturones de seguridad, abrochados” Muy obedientes todos cumplimos con las indicaciones del capitán de la nave. Pero algunos minutos después, en medio de la zozobra que se había apoderado de la mayoría de personas, volvió la misma voz: “señores pasajeros, la turbulencia continúa y es necesario advertir que en caso de cualquier emergencia, los chalecos salvavidas están bajo sus asientos, deben ponérselos y luego halar la cuerda hasta que se inflen, en caso de faltarles aire, deben soplar por el lado izquierdo, donde tiene una abertura visible, las puertas del lado lateral de la nave, se abrirán automáticamente. Una vez más, se les agradece conservar la calma”

Con esto, ya nadie quería tomar nada, todos pensando en lo mismo, y es que a doce mil metros de altura y a novecientos kilómetros por hora de velocidad, ¿quién puede pensar en otra cosa?

Pero todo volvió a la calma después, y no hubo cosas que lamentar. Hemos tocado tierra, como dije, y en este momento se espera la orden del capitán, para descender de la nave. Tengo a la mano el pasaporte, la dirección del hotel y el restaurante, la línea de taxi encargada de mi traslado, documentos que seguramente van a solicitar en control migratorio. Desde la ventana, no parece un lugar desolado, en cierta forma, es tanto o más parecida a cualquier otra ciudad que conozco: edificaciones de cementos por todas partes, cables de luz como telarañas, alboroto laboral sin límites.

Se ha recibido la orden para descender, primero los que viajan en la cabina preferencial y luego los demás. Yo soy el último en bajar.

En la puerta de entrada al aeropuerto sin embargo, dos hombres uniformados me toman del brazo, usted viene con nosotros, me dicen, sin darme tiempo a nada. Bajamos unas escaleras hasta un pasillo enorme, poco iluminado, al final hay una puerta de hierro, cerrada. Uno de ellos, la abre. Afuera, espera una camioneta conducida por un hombre también uniformado. Me hacen subir al asiento posterior, y suben ellos, uno por cada lado. Tres kilómetros más adelante, se encuentra una avioneta. Me obligan a subir en ella, y los dos uniformados también suben conmigo. Despega. Ninguno se atreve a darme alguna explicación.

Dos horas después, aterrizamos en un aeropuerto que no conozco. Ambos uniformados, me dicen: baje. Apenas pongo los pies en la tierra, veo al policía que me interrogó antes en el aeropuerto de salida, ahora está junto a dos uniformados más, cuando ve que se encuentran nuestras miradas, se hace el que no me ve, y sonríe. Después sube a la avioneta y ésta despega, y yo, me he quedado aquí, desde donde escribo estas líneas, como cualquier otro individuo en el mundo, sin una dirección exacta. 

 

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